Breve recapitulación

Por Eduardo Casanova

Nunca oí a Rafael Vegas criticar a Isaías Medina Angarita. Con respecto a Rómulo Gallegos, de quien fue amigo y admirador hasta que la política los ubicó en compartimientos distintos, se había desilusionado, pero no hablaba de él en términos peyorativos.

Habían dejado de ser maestro y discípulo, amigos cercanos, en las elecciones municipales cuando Vegas ganó y Gallegos perdió. Gallegos se molestó y le dijo unas cuantas antipatías a su joven discípulo, que también se molestó con el maestro, pero lo que no es cierto que se hayan vuelto enemigos. Como dije, se enfriaron sus relaciones, pero sin convertirse en odio o algo parecido.

Cuando el golpe de estado de octubre de 1945 al doctor Vegas le molestó mucho que Gallegos apoyara una acción tan antidemocrática como lo fue el cuartelazo, que no podía justificar, pero eso entró abiertamente en el terreno de la desilusión, no de la antipatía.

Medina fue depuesto por un grupo que encabezaba Rómulo Betancourt, uno de los más notables compañeros de Vegas en los sucesos de 1928. No habían sido en realidad amigos, uno estudiaba medicina y otro derecho, pero la Universidad de entonces no era más grande que un liceo en el siglo XXI, y prácticamente todos los estudiantes se conocían entre sí.

Además, en las elecciones del 41 tanto Vegas como Betancourt apoyaron a Gallegos, que había sido profesor de ambos. El golpe de estado del 45 los alejó, pero no los separó del todo, pues quedaban los recuerdos gratos, que eran muchos. Y, para colmo, luego del derrocamiento de Medina, hubo una reacción indiscriminada contra demasiada gente.

Se decretaron unos “juicios de responsabilidad civil” contra personeros de los regímenes de Gómez, López Contreras y Medina Angarita, juicios que generaron la exacerbación de odios y divisiones que no le hicieron ningún bien al país ni a la democracia.

Al doctor Vegas en realidad no lo tocaron. Mucha gente salió en su defensa y no se atrevieron a tocarlo. En el nuevo gobierno, el “revolucionario”, hubo quienes pensaron que debían dejarlo como Ministro de Educación; su obra había sido excelente, creó la Ley de Escalafón del Magisterio, la Sociedad de Mutuo Auxilio para los educadores, el Servicio Médico-Asistencial para los maestros; creó unidades preescolares para que los niños ingresaran al sistema educativo con alguna preparación previa; instituyó la educación mixta en escuelas y liceos del país y creó el bachillerato en dos ciclos (para lo cual buscó un grupo de educadores, como Humberto García Arocha, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Rafael Pizani, Juan Francisco Reyes Baena, José Manuel Siso Martínez, y con ellos formó la Comisión Técnica Especial Revisora de Pensum y Programas que orientó la reforma del bachillerato; cuatro de ellos serían después Ministros de Educación en gobiernos de signos nada cercanos a la orientación política del doctor Vegas.

Ciertamente, Medina Angarita fue un gran gobernante, pero falló en algo que es elemental para cualquiera que ejerza funciones de gobierno, que es en mantenerse en el poder. Falló al dar la impresión de que no quería la elección universal, directa y secreta. Y falló especialmente por empeñarse en no enmendar por lo menos dos errores graves: su política militar y su porfía en que su sucesor tenía que ser tachirense.

Medina había sido admirador de Benito Mussolini, pero la realidad lo hizo despertar y dejar atrás esa cuestionable posición política. Si hubiese dejado atrás el “tachirismo” y hubiera cambiado su política militar, no habría sido derrocado.

Fue también un error grave no querer modernizar el sistema electoral: un hombre que había tomado medidas de avanzada en casi todos los terrenos, no aceptaba, y lo hizo saber, que se estableciera la votación universal, directa y secreta para elegir al Presidente de la República, y en definitiva prefirió mantener el viejo sistema de elecciones de Segundo Grado, que se prestaba a componendas como la que estuvo a punto de darse al final de su gobierno y a que se le acusara, no sin razón, de practicar una nueva forma de continuismo al no permitir que el pueblo en su totalidad se expresara.

Dejar vigente un sistema que no podía justificarse, ni siquiera alegando que otra cosa podía molestar a las fuerzas armadas, fue una equivocación que pagó muy cara. Y también, desde luego, fue un error muy grave mantener a todo trance el “tachirismo”. Su política militar erró en dos sentidos: no quiso mejorar sustancialmente las condiciones de los militares ni quiso profesionalizar en un 100% las Fuerzas Armadas.

Al recibir la Presidencia de manos de López Contreras, cuando ya los oficiales “científicos”, los egresados de la Escuela Militar (como él mismo) eran más que suficientes para asumir el control de las fuerzas armadas, Medina no se atrevió a dar el paso de apartar del camino a los “chopos de piedra”, los que ostentaban títulos militares sin haber recibido ninguna formación académica.

Tampoco quiso desplazar a muchos de los jefes tachirenses que se habían enquistado en la administración civil, especialmente en el interior de la república. Dicho sea de paso, la mayoría de los oficiales “científicos” era del Táchira, de modo que orientar la política militar hacia el reconocimiento del valor de los oficiales egresados de la Escuela Militar no habría atentado contra el “tachirismo”, que se manifestó en su forma más primitiva en la escogencia de su sucesor.

Llegó a aceptar que podía ser un civil, pero se empeñó en que ese civil tenía que ser tachirense. Alegaba que el ejército jamás aceptaría a un nativo de otras regiones como comandante en jefe y Presidente del país, y fue esa manifestación de “tachirismo” lo que lo llevó a escoger como candidato al diplomático tachirense Diógenes Escalante, para entonces embajador de Venezuela en Washington.

Escalante, nacido en San Cristóbal en octubre de 1879, si bien tenía pasado gomecista, era un gomecismo más bien discreto. Luego vendría lo que sacó a Escalante de la carrera. El doctor Vegas me contó que en enero del 45, cuando Escalante se entrevistó con Medina, él notó algo extraño y se lo dijo al Presidente, pero el Presidente optó por desestimar la impresión del psiquiatra y Ministro, que en realidad no había examinado a fondo al que suponía enfermo.

En julio de ese mismo año, 1945, Escalante regresó a Venezuela ya en plan de candidato. Pero, como lo presintió Rafael Vegas, algo andaba muy mal: la campaña empezó, pero al poco tiempo el Doctor Escalante, instalado en el más moderno hotel de Caracas (el Hotel Ávila), llamó a Arturo Uslar Pietri a quejarse de que le habían robado unos mil trescientos pañuelos (hay quien habla de tres mil), y Uslar llamó de inmediato a Vegas, que fue a ver al candidato y ratificó sobre la marcha el diagnóstico hecho ese mismo día (2 de septiembre de 1945) por el psiquiatra Francisco Herrera Guerrero.

Las cosas se precipitaron y la carrera del doctor Vegas como Ministro de Educación, lamentablemente para el país, llegó a su fin. Y su vida personal en cierto modo llegó a cero. No tenía bienes de fortuna y sí una familia que mantener. No había ahorrado nada durante su gestión pública. En cierto modo se había desvinculado de su profesión y ni siquiera había revalidado en Venezuela su título de médico francés.

El panorama no era muy claro, pero su capacidad de trabajo y su inteligencia privilegiada le dieron las herramientas para superar aquella situación, que a cualquier otro habría sumido en desesperación.