En el segundo semestre de 1973 la vida de Rafael Vegas se fue extinguiendo como la luz de una vela. Tuvo que dejar de ir al Colegio y quedarse encerrado en su apartamento, en el edificio Marienbad, en la Avenida principal de Caurimare.
Diana Zuloaga, María Abigaíl Salgado, Antonio Sucre, Friedrich Fanhert, Natalia (mi esposa) y yo, formamos un grupo de apoyo para acompañarlo cuatro horas cada uno. Durante mis cuatro horas diarias conversamos mucho, aunque con cierta lentitud que no se limitaba al flujo de la conversación. A veces se quedaba como en blanco, como mirando la nada, pero nunca por demasiado tiempo como para alarmarse.
Hablaba por ráfagas. Afuera, en los primeros días, transcurrían los últimos de la campaña electoral de 1973 en la que competían Carlos Andrés Pérez y Lorenzo Fernández. Ruidosas y enormes caravanas de adecos o de copeyanos, y no tan grandes aunque sí ruidosas de masistas pasaban por la avenida en procura de votantes. Ese fue un tema que casi no tocamos, el de las elecciones. Salvo un día en que me dijo que en esa oportunidad él votaría por Lorenzo Fernández, como en las anteriores había votado por Caldera y Antes por Arturo Uslar Pietri.
Le horrorizaba que los adecos siguieran gobernando, aunque los períodos de Betancourt y Leoni no habían sido tan malos. Pero no se habían ocupado de la infancia abandonada ni habían modificado sus tendencias en materia educativa. Caldera tampoco había hecho gran cosa, pero fue mejor que Betancourt y Leoni, y por lo menos demostró guáramo y decisión en el problema de la Universidad, decía.
Lo de la infancia abandonada lo preocupaba mucho. Niños criados en hogares disfuncionales se convertirían inevitablemente en jóvenes y adultos disfuncionales, y hasta delincuentes que dañarían a toda la sociedad. Hablábamos por lo general del pasado, no del presente ni del porvenir, porque el presente y el porvenir le causaban una inquietud demasiado grande.
Un día me contó de una tía suya, una señorita muy vieja, que estaba en la misma situación que él, esperando el final que se veía venir, y fue un cura a visitarla, no en plan de sacramentos, sino de conversación, pero ella, al verlo, hizo una pregunta monosilábica: “¿Ya?”, y se quedó muerta.
También me contó muchos detalles de su aventura oriental, después del fracaso del “Falke”. Rememoró sus días de Ministro de Educación, cuando prefería andar en bicicleta a utilizar un vehículo oficial.
Una vez, me contó, iba en bicicleta a inaugurar un liceo o una escuela, y de repente se dio cuenta de que llevaba un zapato marrón y uno negro, porque se había levantado antes del amanecer y para no molestar a Simone se vistió y se calzó a oscuras.
Por fortuna –era domingo– se encontró con Elías Toro, que paseaba con su mujer y sus hijos, en un automóvil, por los lados de Bella Vista. Sin dudarlo, le preguntó al Doctor Toro por el color de sus zapatos, que eran negros, y le pidió que le prestara uno, el derecho, a lo que el Doctor Toro, con una lógica incontestable, le respondió: “Rafael, dame los tuyos y usa los míos, pero los dos, no uno solo”, y, por fortuna, ambos amigos usaban el mismo número de calzado.
Mucho tiempo antes yo había oído la misma historia en la versión de Elías Toro, que no le atribuía lo de los zapatos distintos a la consideración de Rafael Vegas por el sueño de su cónyuge, sino a su distracción de genio. También fue entonces cuando me contó lo de su salida violenta de Barcelona de España cuando la contienda civil en Cataluña, en donde no sólo actuaban republicanos y nacionalistas, sino que había serios enfrentamientos entre anarquistas y comunistas y entre anarquistas, comunistas y socialistas, y no quiso esperar a Isaac Pardo, que nunca se lo perdonó del todo.
El ambiente y la desconfianza imperante lo enervaron, y no entendía por qué el matrimonio Pardo tenía que esperar unos días para emprender el camino de regreso a Francia. En realidad la causa del atraso era una fiebre pertinaz que sufría Arturo, el hijo de los Pardo.
También el doctor Vegas me habló de muchas cosas de los maestros y de los profesores, casi todas buenas, pero algunas poco edificantes y otras lindantes con lo cómico. Hablamos mucho de nuestras familias, de algunos parientes comunes, y me contó muchas anécdotas de los tiempos de las guerras civiles en Venezuela, algunas de ellas de personas que él llegó a conocer, otras a partir de historias que le contaron. Más de una, por cierto, terminó en blanco y negro en mis novelas.
También fue entonces cuando, lentamente, se explayó sobre lo que consideraba muy fallo en el sistema educativo venezolano en relación al exceso de información y la falta de formación. Yo estaba plenamente de acuerdo con lo que decía, porque había visto en Copenhague cómo a los niños no solamente no se les obligaba a absorber conocimientos inútiles, sino que se les pedía que investigaran, que aprendieran por su cuenta.
Ya él lo había intentado en el Colegio, y por eso le dio tanta importancia a la biblioteca, pero se daba cuenta de que aún faltaba mucho para que esa tendencia se impusiera en nuestro país.
El 30 de diciembre, cuando terminó mi turno (a las cinco de la tarde), le entregué la guardia a la Doctora Salgado y decidí que caminaría por un buen rato. Subí con mucha calma hacia el Boulevard, pasé frente a la entrada del edificio en donde vivía, bajé hasta la Avenida Río de Janeiro, que bordea el nada aseado río Guaire, y al llegar de nuevo a la Principal de Caurimare subí por ella y pasé otra vez frente a la entrada del edificio Marienbad, por la acera de enfrente.
Vi a dos de los sobrinos del doctor Vegas que entraban al edificio y pensé que irían a visitarlo. Seguí de nuevo por el Boulevard hasta llegar a mi casa. Minutos después, nos llamó Beatriz Gerbasi a anunciarnos que el doctor Vegas había muerto. Alguien le había avisado a Martín Toro, que era vecino de Beatriz, y ella, muy amablemente, quiso verificar si ya nosotros lo sabíamos.
De inmediato volví, con Natalia, al apartamento, que ya se había llenado de parientes, como los que había visto entrar al edificio un rato antes, y amigos de Rafael Vegas, como Natalia y yo. Había, como es natural, un ambiente de profunda tristeza. Imperaba un silencio de estrella lejana. Casi nadie hablaba, y los pocos que lo hacían por un breve instante, apenas susurraban.
Era una verdadera manifestación de duelo. Todavía estaba allí, en su cama pegada a la pared, con el rostro cubierto. Alguien levantó la sábana y vi su cara. Era un cuerpo vacío. Sin alma. Recordé las muchas veces que me habló de las redes neuronales y el cerebro. De los tres cerebros: el primitivo o reptil, el límbico y el racional.
Cuántas veces me habló de la memoria, de cómo, durante el sueño, el cerebro archiva lo que ha percibido durante la vigilia. Él tenía una memoria excepcional. Y decía que yo también. Ambos habíamos tenido mucha suerte. Su alma, pensé, por fin estaría contemplando a Dios. Él sabía muy bien lo que iba a pasar. Me lo dijo varias veces en sus últimos momentos. A veces expresamente y a veces sin decirlo. Y a veces con lágrimas en los ojos.
La Doctora Salgado, no mucho después de haber recibido la guardia que yo le entregué, cuando entraba la noche decembrina, le tomaba la tensión arterial y el pulso, y el paciente se quedó como dormido, sin tensión, sin pulso, sin vida. Sin esa vida que tan útil fue a su sociedad, a su país, a sus centenares, quizás miles, de alumnos, entre los que yo era, apenas, uno más. Pero uno que tuvo la inmensa fortuna de convertirse en su amigo. Y de considerarlo un padre.